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El origen del café

En las tierras altas de Etiopía, donde la leyenda de Kaldi, el cabrero, está su origen, los árboles de café crecen hoy en día como lo han hecho durante siglos. Aunque nunca sabremos con certeza, probablemente algo de verdad de la leyenda de Kaldi. Se dice que descubrió el café después de darse cuenta de que sus cabras, al comer las bayas de un árbol determinado, se pusieron tan alegres que no querían dormir por la noche.

Kaldi informo al abad del monasterio local, que hizo una bebida con los granos y descubrió que lo mantuvo alerta durante las horas de oración de la tarde. Pronto, el abad había compartió su descubrimiento con los otros monjes del monasterio, y muy lentamente el conocimiento de los efectos energizantes de las bayas comenzó a difundirse. Cuando la noticia se trasladó al este y el café llegó a la península arábiga, comenzó un viaje que extendió su fama por todo el mundo.

Fueron los musulmanes quienes, en el siglo XV, introdujeron el café en Persia, Egipto, Turquía y África septentrional. Kiva Han fue la primera cafetería del mundo y abrió sus puertas en 1475 en Constantinopla, actual Estambul. El café no llegó a Europa hasta 1615, de la mano de los venecianos.

Se le llamó entonces qahwa que significa vigorizante. Los efectos del café eran tales que fue prohibido por los imanes ortodoxos y conservadores en la Meca en 1511 y en El Cairo en 1532, pero la popularidad del producto, en particular entre los intelectuales, impulsó a las autoridades a cancelar el decreto.

Los viajeros europeos a Oriente Próximo trajeron historias de una inusual bebida de color negro oscuro. En el siglo XVII, el café había hecho su camino a Europa y se popularizo en todo el continente. Los opositores fueron excesivamente prudentes, llamando a la bebida «invención amarga de Satanás.» Con la llegada del café a Venecia en 1615, el clero local lo condenó. La controversia fue tan grande que al Papa Clemente VIII, se le pidió que interviniera. Antes de tomar una decisión sin embargo, se decidió a probar la bebida por sí mismo. Él encontró la bebida tan satisfactoria que le dio la aprobación papal.

A pesar de la polémica, en las principales ciudades de Inglaterra, Austria, Francia, Alemania y Holanda, las casas de café se convirtieron rápidamente en centros de actividad social. En Inglaterra se construyeron las «universidades del penique», llamadas así porque por el precio de un centavo se podría comprar una taza de café y entablar una conversación.  La primera cafetería en Londres se abrió en 1652 y para mediados del siglo XVII, ya había más de 300 cafés en la capital inglesa. En este país, las cafeterías fueron lugar de encuentro de las ideas liberales, puesto que eran bien frecuentados por filósofos. Tal fue la actividad política que se producía en las cafeterías, que en 1676, el fiscal del Rey en Inglaterra pidió el cierre de las cafeterías citando crímenes de ofensa contra el rey Carlos II y el reino. Las reacciones no se hicieron esperar y tuvieron que revocar el edicto de cierre.

A mediados del siglo XVIII todas las ciudades europeas tenían cafeterías. En Berlín abre la primera en 1670. En París, en 1686 y se llamaba café Procope, en donde además se empezó a utilizar una nueva forma de preparar el café: haciendo pasar agua caliente a través de un filtro con café molido. Y en Viena, la historia de las cafeterías comienza con la Batalla de Viena de 1683. Sin embargo, en Rusia se prohibió el café con penas de tortura y mutilación para quien lo consumiera. Tanto era así que si la policía zarista encontraba a alguien en estado de crisis nerviosa, lo atribuía al café.

El café iba conquistando países e incluso artistas, como el compositor alemán Johann Sebastian Bach que en 1734 compuso su Cantata del café.

Hoy el café se cultiva en una multitud de países de todo el mundo. Ya sea en Asia o en África, América Central o del Sur, las islas del Caribe o del Pacífico, todos pueden trazar su herencia desde los árboles en los bosques de café antiguos en la meseta etíope; y de las cabras del pastor Kaldi.

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Medicina de espíritu

La atención que médicos árabes dedican al café evidencia que la bebida se había extendido por la civilización musulmana ya antes del siglo IX y que fueron las peregrinaciones mahometanas las que contribuyeron a difundir su consumo en Oriente próximo. Extrañamente no llegó a Al-Andalus, pues no hay ninguna alusión en los escritos de los médicos y estudiosos andalusíes.

Los primeros cafés -tienda y lugar de degustación- aparecen a finales del siglo XIV en La Meca. Esto supone un nuevo concepto de reunión social, ya que a la satisfacción que implica tener una bebida estimulante se añade el gusto por la tertulia, el intercambio de noticias y el encuentro entre personas desconocidas. Los peregrinos que acudían a La Meca enseguida se aficionaron a este inocente placer y comenzaron a descuidar sus deberes religiosos. Esto provocó que un gobernador déspota y ambicioso proclamara que beber café contravenía los mandamientos del Corán y dictara su prohibición. Los disturbios no tardaron en llegar y en El Cairo se reunió un consejo de sabios y teólogos que desautorizaron al gobernador y proclamaron que ninguna disposición coránica prohibía el consumo de tan reconfortante bebida. Nacían así los cafés como un espacio en que se unían la libertad de pensamiento y el placer gastronómico. En El Cairo la primera cafetería de la que hay testimonios escritos se abrió en 1510, pero hay historiadores que hablan de “casas de café” a mitad del siglo XV. La moda del café pasó de Egipto a la antigua Constantinopla bizantina, convertida en 1453 en la turca Estambul. El “oro pardo” se convirtió en la bebida oficial del imperio otomano, aunque su consumo fue prohibido en numerosas ocasiones. El esplendor de los cafés turcos donde se ofrecían actuaciones y entretenimientos a mediados del siglo XVI quedó recogido en los cuadernos de viaje de un aventurero francés llamado Thévenot: “Son lugares a los que pueden entrar toda clase de personas, sin distinción de religiones ni de rango social. No da la menor vergüenza penetrar en ellos o quedarse en la puerta para ver pasar a los viandantes. En estos kahvehanés hay violinistas, flautistas y otros músicos que con su arte atraen a la clientela”. De la importancia que el café alcanzó en la sociedad turca da idea el hecho de que negar el café a la esposa fuera motivo de divorcio, pues los hombres prometían a sus mujeres que nunca les faltaría.

A Europa el café llegó como una bebida placentera, reconfortante y estimulante, de cuya existencia apenas dejaron constancia los médicos, ya que hasta tiempos recientes se pasaron por alto sus cualidades terapéuticas, pero de la que escribieron y gozaron mucho los intelectuales.

Esto equivale a reconocerle una cierta capacidad salutífera del espíritu. Es muy curioso observar que el estudioso W.H. Uckers señala que el café ha desatado libertades y engendrado revoluciones: “Es quizá la bebida más radical, cuya función parece haber sido la de incitar al pueblo a pensar. Y cuando este pueblo comienza a pensar, este ejercicio es peligroso para los tiranos y los enemigos de la libertad”.

A Voltaire, que fue un gran bebedor de café, se le atribuye la frase “el café puede que sea un veneno, pero debe actuar de forma muy lenta porque hace 85 años que lo tomo y me siento muy bien”; afirmación cargada de ironía ya que el filósofo y escritor francés amaba la bebida hasta el punto de que el gastrónomo Brillat-Savarin se preguntaba si no habría que atribuir al café “la claridad admirable que se observaba en las obras de Voltaire”. Del mismo modo Paul Valery ve en el café el producto que le mantiene despierto y aviva su ingenio; de Voltarie escribió: “es el hombre de ingenio por excelencia; el más agudo de los humanos, el más vivo, el más despierto. Todos los demás, a su lado, parecen dormir o soñar despiertos”.

Hoy sabemos que esta percepción tiene una base científica, ya que uno de los alcaloides (compuestos orgánicos nitrogenados que se extraen de los vegetales; son principios activos de las plantas muy utilizados en medicina) del café, la cafeína, actúa sobre el sistema nervioso central. También Honorè de Balzac, que fue un cafetero ilustre, dejó constancia de cómo el café le ayudó a escribir su Comedia Humana, bebiendo más de sesenta tazas al día: “y el papel se cubre de tinta, pues la vigilia comienza y termina con torrentes de agua negra…”. Se sabe que el sibarita de Honorè era capaz de cruzar París para encontrar un café a su gusto, estando entre sus favoritas las variedades Burbon, Martinica y Moka.

Tayllerand, político e intelectual francés de la época de la Revolución, es autor de una de las más hermosas definiciones de esta bebida: “El café debe ser caliente como el infierno, negro como el diablo, puro como el ángel y dulce como el amor”; si bien hay quien sostiene que no es más que una adaptación del proverbio turco que dice “el café debe ser negro como el infierno, fuerte como la muerte, dulce como el amor”. También los poetas han cantado al café. Para José Martí era el “fuego suave sin llama que alegra todas mis venas”; Gómez de la Serna le dedicó una de sus fantasmagorías y Valle Inclán, además de glosarlo, lo bebía tan caliente que presumía de ser un faquir. En un contexto algo más frívolo, Madame Pompadour recomendaba beber “champán en la sala y café cuando estés con tu amante”.

Las alusiones al café son reiteradas en la literatura, la pintura, el cine o la fotografía, pues raro es el artista que no se ha sentido atraído por él en algún sentido. Flaubert en Diccionario de los lugares comunes escribe: “Café. Aguza el ingenio. No es bueno si no viene de El Havre. En una cena de gala se debe tomar de pie. Degustarlo sin azúcar es una actitud muy elegante que hace pensar que se ha vivido en Oriente”.

Desde el siglo XVIII, cuando en Europa se generaliza el consumo de “el vino de los árabes”, los cafés, considerados como espacio físico, se convierten en pabellones que contribuyen en cierto sentido a mantener la buena salud mental de la sociedad, favoreciendo el derecho de expresión, el diálogo y el intercambio de ideas. Gran parte de las revoluciones políticas, sociales o artísticas que impulsaron el progreso en Occidente se gestaron en los viejos y entrañables cafés europeos, desde Viena a Madrid.

Fue en la capital austriaca donde se abrió al público el primer café europeo con el nombre de Die blaue flasche; a mediados del XVIII la ciudad estaba repleta de cafés en los que se saboreaba la bebida y se leía el periódico. En París, fue un armenio de nombre Pascal quien promovió la apertura en 1672 del primer establecimiento en que se vendió café: un puesto de la feria de Saint Germain. Pero sin duda el más famoso de los cafés parisinos -aún hoy en funcionamiento- fue el Procope, abierto por Francesco Procopio, siciliano de origen y mozo de Pascal. En el siglo XVIII había censados unos 800 cafés en la ciudad de la luz. Las tabernas fueron siendo desplazadas por el éxito de los cafés en Italia, Alemania y Portugal, donde el café procedía de Brasil y era barato.

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Mitos y leyendas

El origen del café, como el de tantos otros alimentos, se pierde en la historia. No se ha podido localizar con precisión el punto geográfico del que procede la planta silvestre, si bien se supone que apareció en algún lugar de la actual Etiopía, dado que documentos coptos del siglo IX describen la planta con minuciosidad y la localizan en las llanuras abisinias.

Tampoco se sabe con certeza dónde se originó, ni el momento en que empezó a utilizarse el café como brebaje. En lo único en que los estudiosos se han puesto de acuerdo es en reconocer que la planta del cafeto –arbusto de hoja perenne perteneciente al género Coffea de las rubiácias– era conocida y utilizada en algunas zonas del África oriental mucho antes de que surgiera la bebida. Según recoge Néstor Luján en su magnífica obra El libro del café, hay datos sobre unas tribus africanas que en la antigüedad consumían los granos tostados, machados y mezclados con grasa animal.

Hubo teólogos eminentes que quisieron encontrar el rastro del café en la Biblia, pretensión inconsistente según se demostró después. Otros, como el historiador Pietro della Valle (1586-1652), defendieron con ardor la teoría de que el café no era otra cosa que el famoso “nepente”, la bebida a la que Homero hacía referencia en la Iliada y a la que adjudicaba la propiedad de disipar la tristeza.

Sin embargo, es difícil explicar que un elixir con tales cualidades cayera en el olvido y su consumo no se recuperara hasta muchos siglos después. Ante la imposibilidad de encontrar explicaciones objetivas surgieron las leyendas. Las más antiguas conocidas sobre el café tienen origen árabe, porque tras la llegada del producto a Arabia se extendió la idea, sobre todo en Occidente, de que aquella tierra era su lugar de origen.

La mitología árabe atribuye al café un origen divino. Alá, compadecido por las tribulaciones del profeta Mahoma, le envió al arcángel Gabriel para que le ofreciera un consuelo “negro como la piedra negra de la Kaaka”, una bebida reconfortante a la que llamó “qahwa”, que quiere decir excitante, energético, vigorizante.

Mucho más naif y divertida es la historia que atribuye su descubrimiento a un pastor de cabras yemení de nombre Kaldi que observó mientras vigilaba el rebaño cómo las cabras, en lugar de pacer tranquilamente, daban saltos cerca de un arbusto del que colgaban bayas de color rojo brillante. Atraído por los frutos, él mismo lo comió y comprobó, al cabo de un tiempo, que la euforia también lo invadía. Conocida la noticia por el imán de un monasterio cercano, hizo comer las bayas a los monjes para mantenerlos despiertos durante la vigilia de la oración nocturna. Conseguido su propósito, la noticia del descubrimiento viajó por toda Arabia llegando a Medina, La Meca y El Cairo, haciéndose el producto muy popular.

La confusión sobre el origen de la palabra café tal vez haya sido alimentada por los árabes con el fin de adjudicarse la paternidad de la bebida. El termino deriva del vocablo turco “kahvé”, que proviene del árabe “qahwa”, palabra con la que también se nombraba el vino, bebida a su vez euforizante. Pero no puede negarse la evidente relación de café con Kaffa, nombre que recibe una provincia del sur de Etiopía. Para dirimir las dudas acerca del término, que durante siglos originó tremendas controversias, se reunió un simposio en Londres en 1909 que no consiguió disipar las dudas y la confusión.

De lo que sí hay constancia es de que el primer europeo que dejó la palabra “café” impresa fue Prospero Alpino, maestro de la Universidad de Padua, en 1591. En España el significado del vocablo café aparece en el diccionario de autoridades en 1729: “especie de haba pequeña con su cascarilla u hollejo de color algo oscuro, el cual se cría en una vainillas (…) tostada esta fruta y hecha polvos con agua caliente sirve de bebida usual: cuyo uso vino de Asia no ha mucho tiempo…”

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Día del Café – Barcelona 2019



Qhacer? Qhacer?

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