El origen del café, como el de tantos otros alimentos, se pierde en la historia. No se ha podido localizar con precisión el punto geográfico del que procede la planta silvestre, si bien se supone que apareció en algún lugar de la actual Etiopía, dado que documentos coptos del siglo IX describen la planta con minuciosidad y la localizan en las llanuras abisinias.
Tampoco se sabe con certeza dónde se originó, ni el momento en que empezó a utilizarse el café como brebaje. En lo único en que los estudiosos se han puesto de acuerdo es en reconocer que la planta del cafeto –arbusto de hoja perenne perteneciente al género Coffea de las rubiácias– era conocida y utilizada en algunas zonas del África oriental mucho antes de que surgiera la bebida. Según recoge Néstor Luján en su magnífica obra El libro del café, hay datos sobre unas tribus africanas que en la antigüedad consumían los granos tostados, machados y mezclados con grasa animal.
Hubo teólogos eminentes que quisieron encontrar el rastro del café en la Biblia, pretensión inconsistente según se demostró después. Otros, como el historiador Pietro della Valle (1586-1652), defendieron con ardor la teoría de que el café no era otra cosa que el famoso “nepente”, la bebida a la que Homero hacía referencia en la Iliada y a la que adjudicaba la propiedad de disipar la tristeza.
Sin embargo, es difícil explicar que un elixir con tales cualidades cayera en el olvido y su consumo no se recuperara hasta muchos siglos después. Ante la imposibilidad de encontrar explicaciones objetivas surgieron las leyendas. Las más antiguas conocidas sobre el café tienen origen árabe, porque tras la llegada del producto a Arabia se extendió la idea, sobre todo en Occidente, de que aquella tierra era su lugar de origen.
La mitología árabe atribuye al café un origen divino. Alá, compadecido por las tribulaciones del profeta Mahoma, le envió al arcángel Gabriel para que le ofreciera un consuelo “negro como la piedra negra de la Kaaka”, una bebida reconfortante a la que llamó “qahwa”, que quiere decir excitante, energético, vigorizante.
Mucho más naif y divertida es la historia que atribuye su descubrimiento a un pastor de cabras yemení de nombre Kaldi que observó mientras vigilaba el rebaño cómo las cabras, en lugar de pacer tranquilamente, daban saltos cerca de un arbusto del que colgaban bayas de color rojo brillante. Atraído por los frutos, él mismo lo comió y comprobó, al cabo de un tiempo, que la euforia también lo invadía. Conocida la noticia por el imán de un monasterio cercano, hizo comer las bayas a los monjes para mantenerlos despiertos durante la vigilia de la oración nocturna. Conseguido su propósito, la noticia del descubrimiento viajó por toda Arabia llegando a Medina, La Meca y El Cairo, haciéndose el producto muy popular.
La confusión sobre el origen de la palabra café tal vez haya sido alimentada por los árabes con el fin de adjudicarse la paternidad de la bebida. El termino deriva del vocablo turco “kahvé”, que proviene del árabe “qahwa”, palabra con la que también se nombraba el vino, bebida a su vez euforizante. Pero no puede negarse la evidente relación de café con Kaffa, nombre que recibe una provincia del sur de Etiopía. Para dirimir las dudas acerca del término, que durante siglos originó tremendas controversias, se reunió un simposio en Londres en 1909 que no consiguió disipar las dudas y la confusión.
De lo que sí hay constancia es de que el primer europeo que dejó la palabra “café” impresa fue Prospero Alpino, maestro de la Universidad de Padua, en 1591. En España el significado del vocablo café aparece en el diccionario de autoridades en 1729: “especie de haba pequeña con su cascarilla u hollejo de color algo oscuro, el cual se cría en una vainillas (…) tostada esta fruta y hecha polvos con agua caliente sirve de bebida usual: cuyo uso vino de Asia no ha mucho tiempo…”